De espaldas, una y otra vez, y para que yo lo cogiera, caía sobre mí. Mi compañero, mostrando una confianza total, se dejaba caer de espaldas a sabiendas de que yo no dejaría que chocara contra el suelo. Yo lo levantaba, sujetándolo por la zona dorsal, e intentando mantener una posición de equilibrio. Entonces una vez realcanzada la vertical, lo lanzaba hacia delante. Pero él volvía a dejarse caer, ayudado por el impulso que le daba una pared amiga. Yo notaba y sabía que la diferencia de peso, unos 10 kilos, no tardaría en hacerse notar. Mientras, él caía, y yo impedía que cayera. No podía dejar que cayera. Otras veces, él hacía lo mismo por mí. Y ciertamente no sé cuál de las dos posiciones era más agotadora: si la del que cae, o la del que impide la caída. Ninguna de las dos posiciones me resultaba fácil, y las intercambiábamos a la voz del Maestro, que dirigía todo el proceso.
Cada vez, la demostración de confianza por parte de mi compañero era menor, y dejaba paso a lo que parecía ser un extraño interés por caer y chocar contra el suelo, de espaldas. Ignoro si notó que a veces tuve que ayudarme de la cabeza para que él no tuviera éxito en su kamikaze (más que suicida) intento. Otras, la rodilla y el pecho salieron a echarme una mano. Un mano vacía.
Acabé pensando que él percibía mi lucha interior por abandonar, y se había sumado a esa lucha, de una forma extraña. Combatía por ambos bandos: pretendía que la lucha fuera realmente cruenta, para lo que trataba de vencerme. Pero gracias a ello, conseguía que yo quisiera ganar, y que no abandonase. Porque sólo entonces hubiera perdido. Curiosamente, entre una vez y la siguiente, yo entregaba mi carta de rendición, que no era aceptada, pues no tenía más rival que mis limitaciones. A veces tardaba toda una vida en conseguir levantarlo. La diferencia de peso se carcajeaba en mi interior, haciendo que fuese yo quien se sentía doblemente pesado. Sinceramente, siento que todo hubiera sido igual si esa diferencia no hubiese existido.
La extenuación era total. Pero todo acabó, cuando el maestro así lo convino. En el momento justo. Ni antes, ni después, como es habitual en la maestría. Había pasado tiempo suficiente como para haber abandonado al menos un centenar de veces... y vuelta a retomar la lucha las mismas. El maestro nos abrazó al terminar, como suele hacer. Y yo al cabo de unos instantes ya lloraba por alguna razón... o por ninguna.
Sentía apenas mi cuerpo, sobretodo el tren superior. Y las primeras lágrimas se saltaron las barreras que las mantenían a raya, detrás del consciente. Ignoro si las lágrimas fueron por la toma de conciencia de mi debilidad, o por ser consciente de la cantidad de veces que hube de retomar el combate conmigo mismo (debido a que abandonaba cuando sentía que era el fin), o por las penas ocultas que encontraron las grietas adecuadas en mi conciencia, sedientas de luz exterior. Ignoro por completo si la sensación de profunda pena era debida a la asociación de la mente de un estado del yo con un estado del cuerpo, con su correspondiente confusión, o si era pena que sentía desde fuera hacia dentro, como así me parecía en aquel momento. Ignoro si el abrazo sentido del maestro hizo aflorar mis inquietudes más insondables. Ignoro si la dramática extenuación me dejó tan vacío que penas ajenas aprovecharon la ocasión, o si la expulsión de las propias era el único camino para llegar a ese vacío. Ignoro el porqué, pero no el qué. No lo ignoro, mas no lo sé, aunque lo conozco. Porque lo he sentido. Porque lo he andado. Porque no me lo han contado ni lo he soñado ni lo he leído.
Porque libré cien combates en los que me quise rendir, y no pude.
Cada vez, la demostración de confianza por parte de mi compañero era menor, y dejaba paso a lo que parecía ser un extraño interés por caer y chocar contra el suelo, de espaldas. Ignoro si notó que a veces tuve que ayudarme de la cabeza para que él no tuviera éxito en su kamikaze (más que suicida) intento. Otras, la rodilla y el pecho salieron a echarme una mano. Un mano vacía.
Acabé pensando que él percibía mi lucha interior por abandonar, y se había sumado a esa lucha, de una forma extraña. Combatía por ambos bandos: pretendía que la lucha fuera realmente cruenta, para lo que trataba de vencerme. Pero gracias a ello, conseguía que yo quisiera ganar, y que no abandonase. Porque sólo entonces hubiera perdido. Curiosamente, entre una vez y la siguiente, yo entregaba mi carta de rendición, que no era aceptada, pues no tenía más rival que mis limitaciones. A veces tardaba toda una vida en conseguir levantarlo. La diferencia de peso se carcajeaba en mi interior, haciendo que fuese yo quien se sentía doblemente pesado. Sinceramente, siento que todo hubiera sido igual si esa diferencia no hubiese existido.
La extenuación era total. Pero todo acabó, cuando el maestro así lo convino. En el momento justo. Ni antes, ni después, como es habitual en la maestría. Había pasado tiempo suficiente como para haber abandonado al menos un centenar de veces... y vuelta a retomar la lucha las mismas. El maestro nos abrazó al terminar, como suele hacer. Y yo al cabo de unos instantes ya lloraba por alguna razón... o por ninguna.
Sentía apenas mi cuerpo, sobretodo el tren superior. Y las primeras lágrimas se saltaron las barreras que las mantenían a raya, detrás del consciente. Ignoro si las lágrimas fueron por la toma de conciencia de mi debilidad, o por ser consciente de la cantidad de veces que hube de retomar el combate conmigo mismo (debido a que abandonaba cuando sentía que era el fin), o por las penas ocultas que encontraron las grietas adecuadas en mi conciencia, sedientas de luz exterior. Ignoro por completo si la sensación de profunda pena era debida a la asociación de la mente de un estado del yo con un estado del cuerpo, con su correspondiente confusión, o si era pena que sentía desde fuera hacia dentro, como así me parecía en aquel momento. Ignoro si el abrazo sentido del maestro hizo aflorar mis inquietudes más insondables. Ignoro si la dramática extenuación me dejó tan vacío que penas ajenas aprovecharon la ocasión, o si la expulsión de las propias era el único camino para llegar a ese vacío. Ignoro el porqué, pero no el qué. No lo ignoro, mas no lo sé, aunque lo conozco. Porque lo he sentido. Porque lo he andado. Porque no me lo han contado ni lo he soñado ni lo he leído.
Porque libré cien combates en los que me quise rendir, y no pude.
4 comentarios:
Forjados en la lucha, extenuados en la impotencia.
Y cuidado con esos maestros que abrazan tanto ;)
Si te rindes no pasa nada, si te equivocas tampoco, si no puedes no pasa nada, de vez en cuando debemos concendernos a nosotros mismos pequeñas licencias, perdonarnos, que no va nada en ello, muchas veces sólo nuestro orgullo.
Qué bueno tenerte de vuelta. Aunque el tuyo es un regreso con regusto a tristeza, mezclada con dolor que causa desasosiego.
Estoy de acuerdo contigo: ninguna de las dos posiciones es fácil (caer/sostener). Lo importante, sin embargo, es ese final genial: no poder rendirse aunque uno lo desee con todas sus fuerzas. De eso sabemos un poco, ¿eh, Carlichis?
Abrazo orgiástico.
E Carlos!! como me prestó entrar y leer un nuevo post, debo subir el contador la de dios, porque suelo entrar un par de veces al día a ver si has actualizado.
Este post de hoy me resulta interesante y curioso, interesante... salta a la vista por qué, y curioso, porque es el segundo post que leo en poco tiempo sobre el tema, sobre el famoso ejercicio de confianza de dejarse caer confiando a ciegas en nuestro compañero. Nunca me gustó.
No está mal sentirse débil siempre y cuando eso no nos paralice ¿no' a veces pienso que mi debilidad es mi mayor baza para superarme día a día...
Un beso fuerte, con cariño Carlos
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